En los años 70 y 80, encontrar un alimento producido de forma biológica, como se llamaban entonces, era toda una proeza, sólo destinada a algunos consumidores un poco estrafalarios y contracorriente. Cosa de cuatro locos, sobre todo en opinión de los productores, técnicos, profesores e investigadores agrarios de la época, absolutamente abocados a la intensivización de la producción de los alimentos y al que entonces se consideraba, de forma casi indiscutible, la modernización del sector agrario y del campesinado.

Tiempo de rehacer viejas alianzas

Un campesinado que, inexorablemente, ha pagado un alto precio por esta modernización y que actualmente está en vías de extinción. Las empresas familiares agrarias de los países occidentales y acomodados, como el nuestro, subsisten más por los subsidios y las rentas no agrarias que por el fruto de su trabajo productivo, y cuando la persona que dirige la empresa se jubila, a menudo no hay nadie detrás y se termina una larga línea de trabajo y nuestra sociedad da un paso más hacia el desastre colectivo, ignorantes de la inmensa pérdida que significa esta sangría, pérdida de soberanía alimentaria, de conocimiento y cultura rural, de biodiversidad, de paisaje y conservación de nuestro territorio, incluso del equilibrio climático y de la capacidad de recuperación de nuestra despensa.

Cataluña es un buen ejemplo. Una sociedad que progresivamente va dando la espalda a la agricultura y a la cultura rural, que asiste impávida a la pérdida de su población agraria, a menudo refugiada en producciones intensivas residuales y de alto impacto ambiental, en manos de grandes empresas que controlan las producciones, los insumos y los precios, por las que los agricultores pasan a ser una mera mano de obra esforzada pero circunstancial. Mientras tanto, ríos de alimentos baratos llegan a nuestros comercios por tierra, mar y aire, ya sea verano o invierno, no importa la época, el consumo y la explotación insostenible de recursos y el derroche energético constituyen la nueva religión de las sociedades ricas y opulentas, y los grandes centros y ejes comerciales son sus catedrales y los fondos de inversión sus tesoros.

El consumo y la explotación insostenible de recursos y el derroche energético constituyen la nueva religión de las sociedades ricas y opulentas

Esta indiferencia social viene generada por una sociedad muy urbana y hedonista, que ha perdido la conexión con la tierra y los conocimientos básicos, ahogada en una avalancha de información generalmente inútil y desconectada de las necesidades y problemas reales. Al mismo tiempo, millones de personas se esfuerzan por sobrevivir y muchos tienen que marchar de su lugar de origen, en un éxodo social que no ha hecho más que empezar y que cada vez será más grande y dramático. El cambio climático, el incremento demográfico y los conflictos políticos agravarán exponencialmente estos problemas.

Pero si prestamos atención, podemos escuchar voces y también ver proyectos que crecen, quizás humildes como las hierbas del campo, pero igual de poderosas y obstinadas que ellas. En lugares perdidos y olvidados, en comunidades pobres y fuera de los caminos más transitados, pero también en las ciudades y sus entornos. Incluso en la sombra de instituciones poderosas. Reconocer estas voces y apreciar estos trabajos requiere esfuerzo y sintonía. Pero nos va nuestro futuro.

Tiempo de rehacer viejas alianzas

A menudo pensamos que todo está hecho y que nuestras acciones no sirven de mucho, que determinados esfuerzos no valen la pena. Efectivamente, sólo somos una gota de agua, pero una gota de agua que con su movimiento ayuda a esculpir su entorno en uno u otro sentido. Sólo hay que decidir si a este movimiento le queremos imprimir una fuerza propia o sólo nos dejamos arrastrar por la corriente. No importa que nuestro impacto sea muy limitado, aun así, condiciona nuestro valor real y tiene un impacto en nuestra cercanía, al igual que el trabajo anónimo de miles de generaciones de agricultores han conformado nuestros territorios y una buena parte de nuestra cultura.

Uno de los grandes problemas de nuestro campesinado es la falta de alianzas y de fuerza. Como ya hemos dicho, cada vez son menos y están quedando aislados entre sí, pero sobre todo, la población no depende de su propia agricultura para alimentarse, ya que han perdido la conexión, cuando no el respeto. Incluso se ha perdido la noción de “nuestro campesinado”. A ojos de muchos, los alimentos nacen en las estanterías de los hipermercados, desde donde se trasladan a las neveras de casa o a las cocinas de los restaurantes, mientras que los agricultores son como una especie de seres folclóricos que se pueden vislumbrar de lejos mientras se va a la montaña o a la playa en busca del merecido ocio y descanso.

Esta desconexión se debe romper. Hay que reconstruir una alianza estratégica a nivel local entre la población urbana y el campesinado del territorio. Orientar las producciones agrarias a la alimentación local y no sólo a la exportación o al cobro de subsidios. Visibilizar los productos locales en los puntos de venta y concienciar a la población de la importancia de optar por esta opción de consumo. Optar por alimentos de origen local conlleva disponer de una mejor soberanía alimentaria y apostar por el trabajo de nuestro campesinado, que lo tiene que hacer de la forma más sostenible y justa posible, cuidando nuestro territorio y consiguiendo una sociedad más sana y estructurada.

Hay que visibilizar los productos locales en los puntos de venta y concienciar a la población de la importancia de optar por esta opción de consumo

Este es un gesto al alcance de la mayoría de la población, cada uno de nosotros puede ser activo en esta tarea, no es algo que esté en manos de otros. Es evidente que otros también deben hacer su trabajo, tales como la escuela educando a los niños, o la administración con su política de compras, y los gobernantes con sus planes agrícolas y alimentarios. Pero nuestra fuerza como consumidores es enorme.

Autor: Isidro Martínez, Ingeniero Agrónomo

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