El concepto de “bienestar animal” aplicado a los animales cuyo uso implica fuertes intereses económicos, como es el caso de animales de abasto, ha asumido tradicionalmente una autolimitación que exigida desde fuera, se ha aceptado desde dentro. La evidencia científica.
Todos hemos admitido la necesidad de “probar” empíricamente los encargos de la intuición. El sometimiento de la conciencia a la ciencia. En consecuencia, la evidencia científica deviene en pieza imprescindible para defender cualquier argumento animalista, la sola ética queda descartada.
La tiranía del mundo físico impone sus reglas limitadoras sobre la experiencia de nuestra vivencia moral en un proyecto sobre la relación con los animales y sobre nuestros comportamientos en relación con ese proyecto. La ciencia empírica no ocupa más que una parcela en el conjunto de estímulos e informaciones sensibles, o no, que definen nuestra integración individual en una idea de respeto hacia los animales en cuya delimitación y transformación también participamos, y con las mismas herramientas.
La protección animal, parte de nuestra cultura, actúa, y evoluciona, a partir de decisiones particulares y colectivas, intuitivas o razonadas, que nos facilitan el movimiento de un punto ya superado al siguiente y donde la erudición tecnológica no tiene un protagonismo especial y además, su valor, dependerá de cada espíritu personal. Por lo tanto, no es justo que se imponga una parcela del conocimiento cultural actual, la ciencia, como punto de partida inevitable hacia la cultura que pueda venir, ni que en su definición se obligue a todos a concederle el peso específico sentido por unos pocos.
Además, el andamiaje “objetivo” con el que se reviste la ciencia para justificar su omnipresencia ineludible es una entelequia, o un invento del grupo reducido de iniciados para manejar y dominar, subjetivamente, a la gran masa de neófitos y sancionar así el resultado de sus fórmulas empíricas. En esta trama falsa es donde encaja la imposición de una base científica como fundamento de cualquier medida de bienestar animal. Esta premisa científica, forzada, no aclara nada sino que plantea nuevas preguntas: ¿cuál es la base científica válida?, ¿la de un veterinario?, ¿un ingeniero agrónomo?, ¿un biólogo?, ¿un experto en economía rural?, ¿un experto en gestión de residuos?, ¿otro en genética?.
Incluso dentro de una especialidad no existe una coincidencia de pareceres. Cada investigador parte de unas premisas específicas y concretas derivadas de su propia experiencia y forma de entender su relación con los animales, de su percepción personal de los posibles conflictos de intereses que además de influir en el punto de partida, influyen también en las prioridades y en la metodología aplicada.
Las conclusiones de cada disciplina científica o de cada científico dentro de una disciplina difieren siempre, en muchas ocasiones de forma incompatible y son necesariamente subjetivas.
Por último el procedimiento científico aplicado al bienestar animal no suele seguir un método deductivo que desde unos datos objetivos extraiga una conclusión lógica sino que plantea un sistema inductivo en el que desde una conclusión preconcebida indaga en la búsqueda de una justificación científica que la sostenga.
Debemos devolver a la conciencia la parte que le corresponde en el proceso formativo de nuestra cultura sobre protección de los animales, sin complejos técnicos ni ambages científicos. Por ser conciencia. Por ser humana.
Autor: Alberto Díez Michelena, Director de la Asociación Nacional para la Defensa de los Animales
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