Cuenta una leyenda que los dioses bajaron a la Tierra para ver la evolución de los seres humanos, que habían creado tiempo atrás. Comprobaron que sus criaturas pasaban hambre, porque la caza y la recolección no bastaban para su subsistencia, así que les regalaron la agricultura. Tras enseñarles a labrar, entregaron un cereal diferente a cada pueblo, según el lugar del planeta que habitaran.
A los europeos, les dieron el trigo; a los asiáticos, el arroz; a los africanos, el mijo y a los americanos, el maíz. Y los humanos no volvieron a pasar hambre… (O sí, pero ya no por culpa de los dioses sino de la especulación, la inflación, la guerra o algún otro de sus juegos favoritos).
El caso es que, con el tiempo y los intercambios culturales, hoy cualquiera en cualquier parte del mundo puede consumir todos estos cereales, excepto si sufre una alergia alimentaria. Me pregunto qué mecanismos concretos desatan esas intolerancias, como por ejemplo la enfermedad celiaca, que impide consumir gluten procedente del trigo, la cebada, el centeno o la avena, so pena de provocar una reacción inflamatoria del intestino delgado que puede derivar en todo tipo de graves enfermedades.
La medicina dice que la celiaquía afecta a individuos “genéticamente predispuestos”, con una prevalencia estimada elevada entre los europeos: un 1 %, aunque se calcula que un 75 % están sin diagnosticar y sufren diarreas, anemias, gastritis y otras molestias que van a peor si los afectados no descubren antes por qué tienen este problema.
¿Cómo es posible que alimentos tan comunes como el pan –de trigo o centeno- o la cerveza –de cebada-, tradicionales en Europa desde tiempos inmemoriales, sean ahora un veneno para tantos de sus habitantes? ¿En qué momento estos europeos dejaron de digerir bien esos cereales? Y aún más interesante: ¿por qué?
La alimentación y la salud están más relacionadas de lo que cree el profano. Tomé conciencia de ello el día que quise encontrar un producto procesado sin azúcar añadida en un conocido supermercado. No encontré ninguno: hasta el pan integral y los ganchitos salados llevaban azúcar en su composición. Es llamativo teniendo en cuenta que Occidente padece una auténtica epidemia de diabetes, o sea, un exceso de glucosa –azúcar- en sangre.
Pese a las garantías de calidad y seguridad alimentaria que ofrecen gobiernos y multinacionales, existe una creciente desconfianza hacia el procesamiento de los productos que consumimos. No es raro el creciente interés por la agricultura ecológica, el slow food o los huertos urbanos. Queremos recuperar el contacto con la tierra y reconquistar la soberanía alimentaria. Y seguir bebiendo cerveza.
Autor: Pedro Pablo G. May, Escritor y Periodista Ambiental
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