La mayoría de la sociedad española observa atónita y yace aletargada al azote del Sol veraniego frente a las historias de picarescas, corrupciones, amigos en lugares clave de poder y otros tejes manejes de la casta política y financiera que afloran día tras otro. Andamos todos metidos en una olla a presión que aumenta su temperatura ya cerca del punto de ebullición. Cual ranas a punto de ser hervidas sin capacidad de reacción.

Y el mercurio aumenta cada viernes, al anunciarse las medidas del Gobierno después del Consejo de Ministros. Una de las últimas entregas fue a mediados de julio cuando los ciudadanos que podían permitirse unos días de vacaciones, y ya tenían a punto las maletas, supieron de algunos detalles de la reforma energética impulsada por el Ministerio de Industria, Energía y Turismo que dirige José Manuel Soria. Un período del año que agrada a la clase política para anunciar medidas impopulares.

La verdad es que la reforma energética impulsada por el ministro Soria tiene una virtud: ha conseguido, aparentemente, que todo el sector energético se manifieste en contra. Las empresas eléctricas se quejan de un “reparto no equitativo” para paliar el déficit de tarifa. Las empresas de energías renovables, y que habían crecido gracias a los incentivos del gobierno Zapatero, aseguran que la reforma es una estafa que aboca al cierre de las plantas y a la quiebra de muchos inversores, tanto grandes como pequeños. Las asociaciones ecologistas acusan al Gobierno de perpetuar el modelo basado en los combustibles fósiles y gravar de tal manera el autoconsumo que lo hace inviable.

Es cierto que desde hace tiempo se tenía que abordar el déficit de tarifa falta transparencia y conocer los detalles como se ha generado pero acaso había otras opciones más valientes, que no fueran a contracorriente de las tendencias de la Unión Europea y de los países más innovadores y con más visión de futuro. Más bien se trataba de legislar a favor de la disminución del consumo energético; de desarrollar un sistema de energías renovables descentralizado que ciertamente requiere de grandes superfícies y notables inversiones pero que a largo plazo sería viable; y de fomentar una nueva ética social sólo posible con una serie de medidas ejemplares para frenar la corrupción y con una justicia rápida y eficaz que priorice el bien común. Mientras tanto, seguimos instalados en el síndrome de la rana hervida.

Autor: Lluís Reales, periodista y profesor de la UAB

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