Recientemente la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) ha autorizado la comercialización de salmón transgénico. La manipulación humana de este sufrido pez ha sido pertinaz, agresiva y progresiva. Los sabios lo definen como pez “eurihalino”, capaz de vivir tanto en el mar como en agua dulce, bipolaridad fatal que significó su ruina.
De su medio natural atlántico pasó a una piscina en la que la selección genética, todavía más o menos “natural”, acentuaba el rosado de su plateado, la adiposidad de sus carnes o la envergadura de su chasis. Olvidado de la conducta de sus ancestros, o del reconocimiento de su sexo, todavía mantenía su espejismo de salmón. Y, como tal, disponía de tres largos años para refocilarse por su jaula de agua. Tanta pereza de crecimiento no encajaba bien con nuestra avaricia crónica y, ahora, sujeto al bisturí de la ciencia genética, hemos resuelto el problema y creado un salmón inédito que reduce esa espera improductiva exactamente a la mitad. Año y medio. ¿Seguirá aceptándose este nuevo ente asalmonado como salmón?
En su pliego justificativo la FDA apela a dos características básicas que totalizan este nuevo pez mutado; la seguridad y la eficacia. Fin de la coartada. Las consecuencias medioambientales, económicas o sociales en las zonas de producción tradicional, la seguridad sanitaria a largo plazo tanto para consumidores como para otros animales, la gestión de más y más basura orgánica, la calidad final del producto, su sabor o textura callan ante tamaño razonamiento: eficacia.
El proceso no ha acabado, tan solo estamos en sus tímidos prolegómenos. Frenado hasta ahora por un mercado legalmente cerrado, su apertura supondrá sin duda un aliciente para investigar más sobre nuevas y “mejoradas” técnicas genéticas aplicadas a más especies, más concienzudamente. Además, la FDA elogia la liberación que supone poder criar estos pececillos fuera de su medio marítimo. Se acabó el marisco de Galicia, el atún de almadraba, la merluza de anzuelo o el salmón atlántico. Bienvenido el langostino de Valladolid, el rodaballo de Zamora o los salmonetes de Toledo. Ese es el futuro que, además, nos lo venderán como milagro de la técnica. ¿Vamos a ponerle límites? No parece. No interesa.
Cuanto más pienso en este salmón, más me recuerda a un pollo.
Oriundo el uno de las antípodas ecológicas del otro, aproximan su presente para anunciarnos su fusión futura. Su destino está sujeto a la misma ecuación matemática de más carne y más barata, a menos costes en menos tiempo, igual a más productividad por unidad. Diluida la barrera de la lógica natural, ambas especies se encuentran inmersas en una carrera de fondo hacia un objetivo absurdo. Como todo neófito, el salmón mantiene la rapidez del recién llegado, el pollo la fuerza de la experiencia. El potencial de ambos es enorme con los conocimientos técnicos actuales, inconmensurable con los que se desarrollen en el futuro. Y al final, el salmón sabrá a pollo, el pollo a salmón y ambos a palitos de cangrejo.
Autor: Alberto Díez Michelena, Director de la Asociación Nacional para la Defensa de los Animales
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